viernes, 29 de febrero de 2008

Huida

El reloj de la estación marcaba las doce menos diez. Alonso estrujaba nervioso el billete mientras caminaba hacia el andén buscando el tren que le llevaría lejos de esa inmunda ciudad sin luz, sin amigos y que siempre le había tratado con hostil desdén, como si fuera invisible. Seguro que todo iría mejor en el lugar al que se dirigía, allí la gente sería más amable, tendría mejor trabajo, montones de amigos y sol todo el año. Tal vez incluso encontraría el amor. En los últimos años Alonso había cambiado de ciudad continuamente. Su equipaje era cada vez más ligero, se había ido desprendiendo de lastre en cada mudanza. Llegaba al nuevo lugar siempre ilusionado pensando que iba a encontrar su sitio. Trabajaba en cualquier cosa. Su sueño era ser escritor algún día pero al final la vida diaria le atrapaba. Los días se escapaban en un agitado ir y venir hacia ninguna parte. Trabajos banales, dinero escaso, hoteles baratos…Nunca encontraba el momento idóneo para ponerse a escribir. La carpeta en la que guardaba las hojas sueltas con historias a medio empezar viajaba siempre con él, cada vez más raída y polvorienta. En la barra de algún bar, tras el segundo güisqui, Alonso pegaba hebra con cualquier desconocido y le contaba los grandes planes que tenía. Iba a ser un escritor de éxito, viviría en una hermosa casa con jardín y chimenea, los más importantes agentes literarios se disputarían sus manuscritos. Eso sí, todo ello sucedería en la próxima ciudad, en un lugar mejor que este. Mañana mismo iría a comprar un pasaje.

jueves, 28 de febrero de 2008

La espectadora

Recuerdo el día en que vi a Martín por primera vez. Llovía y me había refugiado en un café. Tenía un libro a mano, como siempre. Es el parapeto tras el que me escondo para que no me miren como un bicho raro. Sola, siempre sola, vagando sin rumbo, mirando al mundo como algo ajeno del que no formo parte. Aquel día me había puesto el disfraz de mujer sofisticada, un poco años cuarenta con sombrerito ladeado, carmín muy rojo, cara pálida, falda tubo. Me gusta esconderme detrás de los objetos y el atuendo. Allí estaba yo en mi rinconcito, muy en mi papel. El entró, miró a través de mi, me ignoró. Qué diferencia con aquellos días en que los hombres me devoraban con sus ojos. Es hermoso, fuerte, vital, lo inunda todo con su sonrisa. La gente le rodea y dice su nombre constantemente como queriendo impregnarse de él. Martín, Martín, Martín. Es todo luz. Desde entonces voy frecuentemente a ese café, sólo por verle. No hago nada, no digo nada, sólo soy una espectadora que ve la vida pasar como un perfecto fantoche vacío.